lunes, 2 de diciembre de 2013

Intifada

La literatura es una de las más articuladas respuestas a todo aquello vivo (o moribundo) en existencia. La literatura celebra -al revelarla con interés, recelo o humildad- nuestra alteridad. Una de las más grandes virtudes del arte, la más noble, es la de ponernos en contacto íntimo con la otredad, con aquel que no somos nosotros, aquellos que no son los nuestros. Susanita (Sontag, no la de Mafalda) decía: “La literatura nos puede contar cómo es el mundo. La literatura puede ofrecer modelos y legar profundos conocimientos encarnados en el lenguaje, en la narrativa. La literatura puede adiestrar y ejercitar nuestra capacidad para llorar a los que no somos nosotros o no son los nuestros”.

Pasajeros entre palabras fugaces:/ Carguen con sus nombres y váyanse,/ Quiten sus horas de nuestro tiempo y váyanse,/ Tomen lo que quieran del azul del mar/ Y de la arena del recuerdo,/ Tomen todas las fotos que quieran para saber/ Lo que nunca sabrán:/ Cómo las piedras de nuestra tierra/ Construyen el techo del cielo.

Puedo pensar en bien pocos espacios más abrasivos e inapropiados para que surja la poesía que el limbo geopolítico denominado Palestina. Después de la II Guerra Mundial cuando algunos vencedores, porque son ellos quienes escriben la historia, decidieron que el pueblo judío –por los agravios recibidos- debía tener un territorio, Palestina perdió toda soberanía. Imagina que un día, de buenas a primeras, te es notificado que tu casa, por decisión de terceros, albergará una nueva familia. De tal forma que tu permanencia en esa casa ahora estará condicionada y limitada al uso del patio y la cocina. Con el paso de los años, lamentablemente, las brutales e inhumanas políticas del estado de Israel han limitado la supervivencia del pueblo palestino al pequeño rincón de nuestra consciencia humana.

Pasajeros entre palabras fugaces:/ Tienen espadas, nosotros sangre,/ Tienen acero y fuego, nosotros carne,/ Tienen otro tanque, nosotros piedras,/ Tienen gases lacrimógenos, nosotros lluvia,/ Pero el cielo y el aire/ Son los mismos para todos./ Tomen una porción de nuestra sangre y váyanse,/ Entren a la fiesta, cenen y bailen.../ Luego váyanse/ Para que nosotros cuidemos las rosas de los mártires/ Y vivamos como queramos.

Mahmud Darwish, uno de los más grandes poetas que hayan existido en lengua árabe, nació en Galilea. A los seis años fue desplazado, al igual que todo rastro del mundo que hasta entonces conoció, con toda su familia cuando su aldea fue destruida para dar cabida al deseo e intereses del poder anónimo. Inició así un largo peregrinaje ontológico llamado exilio. La no pertenencia forzosa. Es desde el exilio -la dura vida del hombre desarraigado- que Darwish entabla un diálogo poético con el mundo en el que da cuenta de la violencia, la humillación, el asedio, la difamación y la injusticia a la que su pueblo, el pueblo palestino, ha sido sometido por parte de la iniciativa sionista y la indiferencia de Occidente.

Pasajeros entre palabras fugaces:/ Como polvo amargo, pasen por donde quieran, pero/ No entre nosotros cual insectos voladores/ Porque hemos recogido la cosecha de nuestra tierra./ Tenemos trigo que sembramos y regamos con el rocío de nuestros cuerpos/ Y tenemos, aquí, lo que no a ustedes no les gusta:/ Piedras y pudor./ Lleven el pasado, si quieren, al mercado de antigüedades/ Y devuelvan el esqueleto al ave/ En un plato de porcelana./ Tenemos lo que a ustedes no les gusta: el futuro/ Y lo que sembramos en nuestra tierra.

La poesía de Darwish es poderosa. Triangula perfectamente entre la naturaleza rítmica del lenguaje, la plasticidad de las imágenes y el compromiso social con su tierra y su pueblo. Convierte una iniciativa personal, intimísima, en una épica. Los versos de Darwish arden y vibran haciendo eco en nuestra entraña. Un eco que sabe a indignación y llanto, pero también a dignidad y orgullo. Es la poesía de un pueblo sostenido en su lengua y su voluntad. Darwish, pese su airada combatividad, no tiene sus prioridades comprometidas pues sabe que su legado es, ante todo, el de “la tierra de la vacilación de abril, del olor al pan del alba, de la hierba entre las piedras”. Es decir, de una cultura que posee la paciencia y sencilla belleza de las dunas. Sin embargo, no olvida su consigna: “Escribe/ en el comienzo de la primera página/ que no aborrezco a nadie,/ ni a nadie robo nada./ Mas, que si tengo hambre,/ devoraré la carne de quien a mí me robe./ ¡Cuidado, pues!.../ ¡Cuidado con mi hambre,/ y con mi ira!”.

Pasajeros entre palabras fugaces:/ Amontonen sus fantasías en una fosa abandonada y váyanse,/ Devuelvan las manecillas del tiempo a la ley del becerro de oro/ O al horario musical del revólver/ Porque aquí tenemos lo que a ustedes no les gusta. Váyanse./ Y tenemos lo que no les pertenece:/ Una patria y un pueblo desangrándose,/ Un país útil para el olvido y para el recuerdo.

La literatura nos puede adiestrar para llorar a los que no somos nosotros o no son los nuestros, decía. Nos ayuda entender en sus dimensiones complejas y mínimas al otro. Mario Vargas Llosa, Orhan Pamuk, J. M. Coetzee, Herta Müller, Seamus Heaney, José Saramago –Premios Nobel de literatura todos los anteriores, por lo que valga-; Alessandro Baricco, John Le Carré, Phillip Roth, Eduardo Galeano, Juan Gelman, Günter Grass, Ian McEwan, Javier Cercas, David Grossman, Amos Oz (judíos estos dos últimos) son sólo algunos de los escritores e intelectuales que se han pronunciado abiertamente contra las viles y soeces medidas del estado de Israel que, paradójicamente, reproduce los métodos de exterminio de los que su pueblo fue objeto en la Alemania nazi. La poesía de Mahmud Darwish no es sólo una muestra excelsa de las posibilidades líricas del lenguaje, sino uno de los ejemplos de combatividad, dignidad y valor más loables en la historia de la cultura humana. Darwish nos prueba que, más allá del poder milagroso de la palabra, la literatura es un registro de la memoria histórica y un digno ejercicio de lo que de humano hay en nosotros.

Pasajeros entre palabras fugaces:/ Es hora de que se marchen./ Quédense donde quieran, pero no entre nosotros./ Es hora de que se vayan/ A morir donde quieran, pero no entre nosotros/ Porque tenemos trabajo en nuestra tierra/ Y aquí tenemos el pasado,/ La voz inicial de la vida,/ Y tenemos el presente y el futuro,/ Aquí tenemos esta vida y la otra. Váyanse de nuestra tierra,/ De nuestro suelo, de nuestro mar,/ De nuestro trigo, de nuestra sal, de nuestras heridas,/ De todo... váyanse/ De los recuerdos de la memoria./ Pasajeros entre palabras fugaces.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Ídem


es triste decirlo

pero

ya hace tiempo
que solo recuerdo tu cuerpo

de adentro
              de mucho más adentro

sólo sé que alguna vez oí tu sangre
en desordenada secreción

¡puta madre!


¿qué más había allá adentro?

viernes, 1 de noviembre de 2013

Resplandor

La rendición de la mirada al abismo, aquel del que nos advirtió Nietzsche, es un referente inevitable en “El resplandor”, uno de los mejores trabajos literarios de Stephen King.  El abismo, en este caso particular, es un pozo oscuro e insondable donde habitan, más que miedos atávicos, deseos inconfesables y temores exasperados. El abismo, por su naturaleza, termina devolviendo la mirada, envolviéndonos así hasta, según el monto emocional disponible, definir nuestras acciones. “El resplandor” no es tanto un libro de presencias sobrenaturales en un domicilio circunstancial tanto como es un trabajo alegórico sobre un hombre que no resistió el juego de miradas con el abismo.

Bajo esos términos no hay nada más espeluznante que un hombre mirando detenidamente hacia el interior de sí mismo porque al emerger -si acaso lo hace- podría traer consigo mismo un descubrimiento terrible. La maldad, abstracta y vivencial, toma tantas formas como recursos narrativos hay disponibles para el hombre al relatarla, desde hombres de traje subiendo impuestos encarnizadamente hasta criaturas peludas que no deben ser alimentadas después de la media noche, pero en cada uno de esos casos hay redención posible: escapar. Puedes correr por el bosque, blandir un arma mágica, conjurar un hechizo protector, urdir un amparo legal, portar una calibre 38 o simplemente -el mejor de todos los remedios- meterte debajo de una manta en tu habitación. Pero hay una modalidad del miedo de la que no podemos escapar, dela que no podemos alejarnos, porque es la clase de miedo que despierta la certeza de que algo extraño repta dentro de nosotros, silencioso y paciente, aguardando el impulso necesario -¿locura, desesperación, inseguridad?- para desbordarse y arrebatarnos de entre las manos todo. A Jack Torrance, por las circunstancias descritas en “El resplandor”, le es arrebatado su lugar en el mundo.

La construcción argumental del tercer libro de King es muy buena. Ni la perfección formal, ni la pulcritud sintáctica han sido el distintivo en la prosa del autor, se trata, más bien, de una novela estupendamente armada desde la minuciosidad emocional de cada uno de sus personajes. No hay desperdicio. Es cierto que se trata aún de una prosa impaciente y, aunque como generalidad tiene sentido, desprolija en algunos fragmentos pero no es más que el fallo de un escritor en formación y muy entusiasmado. Pero nunca se vuelve tediosa. Resalta, sobre todo, el detalle con el que traza el carácter y la relación que tienen los personajes de la familia entre sí. Cada una de las afirmaciones, guiños y rumores contribuyen para enmarcar una gran historia de horror que trasluce una notable novela de angustia emocional que hace eco en todos nosotros.

¿Alguna vez se han preguntado qué infunde miedo en aquellos que, deliberadamente y por oficio, nos asustan? Stephen King confesó que Jack Torrance encarnaba el peor de sus miedos: la proyección de un escritor alcohólico que es incapaz de mantener a su familia. Que, para él, “El resplandor” era un libro sobre el alcoholismo y la desintegración familiar que induce dicha adicción. El peor miedo del autor es, pues, causado por un hábito desbocado que amenazaba con llevarse al carajo su familia entera. Nada de monstruos fangosos, ni entidades cósmicas, ni posesiones demoníacas. Su novela se convirtió en un ensayo literario acerca del peligroso juego de mantener la mirada fija al abismo. Debo confesar que, casi por regla general, desprecio todos aquellos que abjuren de sus vicios. No sólo me parece de mal gusto sino que lo considero una falta de compromiso consigo mismo. No debe existir nada más importante que la lealtad que nos debemos. Sin embargo, por esta vez, me parece un acierto, mediante una proyección ficcional King -un alcohólico arrepentido- expió uno de sus grandes temores mediante una buena novela, los exorcizó no en una contienda en la nieve, sino en la encomienda personal de crear a Jack Torrance. La prueba incontrovertible de que Stephen King es un buen escritor es que supo mirar en el abismo, está entre nosotros para contarlo y sigue escribiendo.

A propósito de un mes de terror

¿Nos acompañas a pasar miedo?

jueves, 24 de octubre de 2013

Palabras grandes

Hoy día se malbaratan términos y calificativos importantes. Todos lo hacemos. Después de escuchar una canción pegajosa en la radio no dudamos en afirmar “es genial” o cuando un par de imágenes o palabras bien editadas, sea en la pantalla o en las líneas de un libro, se nos atraviesan alardeamos, con todas las esdrújulas posibles, haber descubierto “una obra de arte”.  Por dios, incluso cuando comemos unos Doritos con salsa y limón en medio de una tarde cualquiera declaramos que “son lo mejor que hemos probado en nuestra vida”. Entiendo que sepamos disfrutar de los detalles que circundan nuestra vida y que la apreciación sensible que de las experiencias estéticas hacemos está invariablemente sujeta al frágil terreno de la subjetividad, pero hay una enorme -y astronómica- diferencia entre llamar “artista” a Justin Bieber sólo porque moja tu entrepierna púber o determinar que un estéril y melodramático libro juvenil es “una obra de arte” sólo porque la travesía del protagonista hace eco de nuestros traumas y deseos. Si bien todos tenemos derecho inalienable de afirmar la estupidez que se nos ocurra, la valoración de las disciplinas artísticas se vuelve engañosa y potencialmente fútil. Dios, amigos y los parroquianos ocasionales que me conocen saben que soy la persona menos políticamente correcta del mundo. Sin embargo, creo que tenemos una responsabilidad implícita al pedalear por los escabrosos senderos de la crítica o el comodísimo terreno de la reseña. 

La crítica especializada y los asistentes anónimos no han escatimado elogios al ver “Gravity”, la última película de Alfonso Cuarón. De mi parte puedo decir –contrariando y no a la crítica generalizada- que se trata de una de las experiencias audiovisuales más impactantes que podemos contemplar en el ámbito cinematográfico. Lejos de bocados visuales frívolos como “Avatar” donde el argumento fue una excusa para el lucimiento de técnicas visuales computarizadas, el relato de Cuarón, a pesar de alcanzar un preciosismo visual sobrecogedor, se sostiene en el preciso y contundente desarrollo argumental de la historia. Se trata de una anécdota simple que, con buen pulso y un soberbio conocimiento del oficio fílmico, logra asombrarnos al tiempo que nos horroriza.

Asombro y horror es, me parece, el saldo emocional después de experimentar “Gravity”. El asombro, cortesía del virtuosismo del equipo cinematográfico, que nos arroba desde el primer plano secuencia hasta los oportunísimas cambios de perspectiva en primera persona logrando así un discurso visual dinámico, trepidante y estratégico. El horror que experimentamos -de mano de la protagonista- al contemplar la insuficiencia y la fragilidad de la vida en el espacio indeterminado, la constatación de que las posibilidades que ofrece el universo, el vasto lienzo estelar, son tan amplias y enigmáticas como las que existen al interior del alma humana.

Mención aparte merece el atinadísimo casting de la producción. Si bien la película no escatima en su portentoso discurso visual, ni adolece de tiempos muertos en la narración, es la actuación, en su preciso matiz e intensidad, la que sostiene el relato durante los casi noventa minutos de duración. Son actuaciones oportunas, bien cronometradas y contenidas para poder así dar cauce eficiente al discurso narrativo. La música, incluso en su ausencia, ajusta perfectamente al relato.

Es cierto. Cuando nos entusiasmamos perdemos la vertical y corremos el riesgo de falsear juicios. Es como enamoramos. Cuando una chica nos gusta obviamos su compulsión por hablar todo el tiempo o la obscena forma en la que mastica sólo porque luce los escotes condenadamente bien. No es el caso de “Gravity”. Entusiasmos y proyecciones aparte esta película es una obra de arte. En su técnica, en su realización. Es un despliegue apoteósico de recursos narrativos enfundados en un conmovedor relato sobre la inmensidad y el espacio interior. Las grandes palabras, que cuando se ameritan se agradecen, deben reservarse para portentos como esta película.

viernes, 18 de octubre de 2013

Página en blanco

Anoche me quedé mirando una página en blanco durante interminables minutos. Me quedé pensando en las múltiples posibilidades que le siguen al más mínimo movimiento o gesto de nuestra consciencia.

Pienso cómo derramar mi simiente en la página muda. Se burla con su blanco inmaculado. Me provoca para mancillarle, para ensuciarla con mi rastro de grafito o bits. La página en blanco guarda silencio, retadora y ufana. Conserva su castidad, retándome aún. Quisiera violentar su pureza artificial porque, en el fondo, ambos sabemos que no está completa sin mi férrea voluntad de escribir sobre ella. Quiero someterla, hacerle saber que es mía, dejar constancia de mi paso, de mi estilo. Son tantas las posibilidades con la página en blanco.

Me gustan las posibilidades.

Como la gota de lluvia que cae sobre nuestro cuerpo y jamás recorre el mismo camino. A veces brinca indiferente y suicida desde nuestra mejilla hasta el piso, otras ocasiones se refugia en la maraña de cabello; algunas, más arriesgadas y atrevidas, estremecen al resbalar por nuestro cuello hasta la espalda.

O como las nubes apelmazadas en el cielo cuando salimos de casa por la mañana. Rechonchas, recostadas unas sobre otras, dignísimas, en lo más alto del azul; en ocasiones son pequeñas y risueñas, ubicadas al pie de las más grandes. Las mejores son las traviesas, las que toman forma de animales u objetos para hacernos fruncir el ceño o sonreír.

Incluso las infinitas e intimidatorias posibilidades de la página en blanco. Que, francamente, no sé si mutará en un rabioso e ingenuo alegato; en una poesía llena de sombras malhechas o en una coreografía hábilmente orquestada para atrapar alguna emoción.

Pero bueno. Al final no escribí nada. Absolutamente nada.

Pero no todo está perdido.

Ante la insolencia de la página en blanco reafirmé mi convicción de explorar toda posibilidad contigo. Sí, la posibilidad de deslizarme en tu cuerpo para estremecerte como esa oportuna gota de lluvia; la posibilidad de aparecer cual nube de formas caprichosas para arrancarte gestos cómplices; la posibilidad de inventar la construcción lingüística inaudita e improbable para escribir, por fin, una historia, entre tú y yo, en una página en blanco.

Nada está perdido.

miércoles, 9 de octubre de 2013

A propósito del miedo

No hay nada más homogéneo que el miedo. Ni el amor. Nadie entre nosotros podría afirmar, sin rubor que le comprometa, que no ha experimentado miedo en medio de una tormenta, que no ha dudado de sus sentidos en la penumbra de la noche, que no se le ha erizado la piel al sentir una presencia inesperada por detrás o, en el extremo, que ha sido víctima de un miedo primigenio que escapa de la lógica, el entendimiento y el sentido común. Por otro lado, el amor es una emoción más quisquillosa y tautológica. Por ejemplo, no me enamoran los muñecos de felpa, ni los paseos en la playa; pero estoy seguro que todos, aunque motivado por fuerzas diferenciadas, somos capaces de vivir el miedo con la misma intensidad. El miedo es más homogéneo que el amor.  Y eso  -a decir de Stephen King- es una de las más lamentables tragedias de la especie humana.

El miedo es también, en palabras del ineludible Lovecraft, una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad. Y nada más viejo y poderoso que el miedo a lo desconocido. Los más afortunados de nosotros, a pesar de crecer al lado de Mario Bros o rodeados de Pokemones, revivimos el viejo rito de contar historias alrededor de una fogata durante nuestra infancia. No importa que supieses lo ridículo que sonaba la idea de una mujer lamentándose por las calles por la pérdida de sus hijos, lo improbable de una criatura infernal desatada; era irrelevante que, entre risitas nos recordáramos lo ingenuo de las historias, el punto es que no queríamos quedarnos solos el resto de la noche.
Más allá del miedo atávico que padecí como cualquier otro niño, mi relación con el gusto de los medios -literario y cinematográfico- por reproducir fórmulas para atemorizarnos fue, más bien, tibia. El porqué gustamos de asustarnos descarada y festivamente con obras que induzcan al miedo se explica en la misma clave en la que podemos entender nuestro gusto cínico por la violencia estética o las catástrofes apocalípticas: fascinación morbosa que, entre vuelta y vuelta, nos refleja para reencontrarnos. Sin embargo, aunque me encanta el juego de espejos de la realidad, nunca me atrajo suficiente el género. Siempre afirmé -aún lo hago- que la realidad me parece encabronadamente más atemorizante que cualquier hijo de puta quemado con suéter de rayas o un pulpo gigante con patéticas alitas de murciélago.
Siempre que escucho que alguien afirma disfrutar de que le asuste un libro o película, de sobresaltarse de miedo y las emociones fuertes le recomiendo caminar por el barrio en la madrugada usando un Iphone. En cinco minutos tendrás dos violadores, un drogadicto ocioso y un par de ladronzuelos detrás de ti que te harán vivir el susto y la emoción más intensa de toda tu vida. Pero, por supuesto, no se trata de eso. Nos atrae y seduce el miedo controlado, un relato que nos haga salir de nuestra linealidad. Pero de forma segura. Insisto: la realidad es endiabladamente más atemorizante que cualquier ficción.
Aunque el arte no debe y no puede tener compromiso más que consigo mismo, al menos si se quiere evitar coquetear con la futilidad, la literatura y el cine de género involucra, aparentemente, remover temores y complejos para lograr estremecernos en nuestra ínfima circunstancia por necesidad. La ficción de este género tiene, entonces, un reto enorme frente a sí. Me parece que no hay nada en una obra de ficción que estremezca más que la realidad.
Claro, debe obviarse en este momento el hecho -ese incontrovertible- de que una obra es disfrutable en sus méritos y recursos propios, en sus propios términos siempre tendrá validez. La sutileza de un encuadre de Hitchcock y la creación de atmósferas de la prosa de Gautier son exquisiteces artísticas, pero en lo que corresponde al miedo arrebatador que solían provocarnos las historias alrededor de la fogata o las sombras espesas en los rincones de la habitación, la realidad desbordó esos parámetros hace tiempo.
El siguiente es un texto que apareció como reportaje en una revista política. El extracto corresponde al libro “Sicario, confesiones de un asesino en Ciudad Juárez” de Charles Bowden, un testimonio real:
“Los trajeron esposados por la espalda a la casa donde encontraron los 36 cuerpos. Mojaron unas camisetas en gasolina, se las pusieron en la espalda, les prendieron fuego y, después de un rato, se las quitaron. La piel quedó pegada a la ropa. Los dos gritaban como cerdos en el matadero. Les inyectaron algo para que no perdieran la conciencia. Después les pusieron alcohol en los güevos y se los prendieron. Brincaron tan alto… estaban esposados y aún así nunca vi a nadie brincar tan alto” (...)
“Sus espaldas parecían piel curtida, no sangraban. Les pusieron bolsas de plástico en la cabeza para asfixiarlos y luego los revivían frotándoles alcohol en la nariz”. “Todo lo que nos decían era: ‘Nos veremos en el infierno’”.
“La cosa siguió así durante tres días. Apestaban a carne quemada. Trajeron a un doctor para que los mantuviera con vida. Querían que aguantaran otro día más. Empezaron a cagar sangre. Les metieron un palo de escoba por el culo”.
“Al segundo día llegó alguien que les dijo: ‘Les advertí que esto iba a suceder’”.
“‘Mátanos’, contestaron”.
“Aguantaron tres días más. El doctor tuvo que emplearse a fondo, los inyectaba para que no murieran. Finalmente fallecieron a causa de la tortura”.
“Nunca le pidieron ayuda a Dios. Sólo gritaban: ‘Nos veremos en el infierno’”. 
“Los enterré bocabajo y les eché cal viva”.
Experimentar miedo no es lo mismo que hace unos años. Cuando éramos niños bastaba cerrar el libro, apagar la película o taparnos los ojos para sentirnos nuevamente reconfortados. Hundirnos en la cama entre nuestros padres o prender la luz para que las sombras que reptan las habitaciones se escurran bajo la cama nuevamente. Ya no. El miedo está presente y a la vuelta de la esquina. Y no podemos hacer mucho al respecto.

No desprecio ni descarto la literatura de género, ni mucho menos. Me gusta. Es un género que, como todos los demás, cumple y cubre un lugar específico entre las manifestaciones artísticas. Sobre la historia del género, la precisión de los términos (la diferencia entre horror y terror, por ejemplo) y sus subdivisiones se ha dicho mucho. Hoy sólo vine aquí para decir que, como aciertan en recordármelos algunas obras, el mundo es un lugar que da miedo. Y no está de más tenerlo bien presente.
A propósito de un mes de miedo



jueves, 3 de octubre de 2013

Hábitos de sueño

Hoy tuve un libro de Bolaño como almohada. Aunque esta oración corre peligro de ser tomada como la aseveración más hipster que hayan cruzado tus ojos no se trata sino de uno de los impredecibles efectos de mi desordenado sueño.

No sólo babeo la almohada y destierro las cobijas al suelo. Lo mío es un contorsionismo tan hilarante como preocupante. Mis sueños están poblados por un pastiche exorcizado de cientos de referencias culturales inapropiadas como la que más. Podrías imaginarte, por ejemplo, una escena donde Cthulu, cuyos tentáculos están hechos de Ositos Cariñositos, se folla a Virginia Woolf mientras Mario Bros está filmándolos al ritmo de las nanas que me cantaba mi madre en versión house. No intentes imaginarlo en ayunas.

La única forma en la que, comprobado y certificado, he podido amaestrar mi bestiario -porque desterrarlo sería demasiado- es durmiendo con la certeza que sólo puede darme la tibieza y cercanía de tu cuerpo. El ritmo de tu respiración, la cadencia con la que tu pecho se mece en la madrugada, hace las veces de un tierno mesmerismo que me tranquiliza. Mis manos, sin que tú lo sepas, merodean tu cuerpo mientras mi aliento se enreda en tus cabellos para asegurarme que cualquier cosa que acontezca en mi sueño será exiliada al instante mismo en que, al amanecer, la habitación se llene de luz cuando abras los ojos y me mires.

Ha sido divertido despertar sorprendiéndome. Sea porque amanecí en un parque cuando la madrugada no pudo esperarme o porque abrí los ojos en un cajero que no tenía nada para mi. Incluso la noche en que dormí sobre un libro de Bolaño estuvo bien. Pero nada, absolutamente nada, se compara al placer de dormir contigo. La clase de placer que pareciese regenerarse cada noche -porque no todos los monstruos son malos- y permitirme vivir en un mundo donde los sueños no están ya para atormentar sino para vivirlos contigo.