La literatura es una de las más articuladas respuestas a todo aquello vivo (o moribundo) en existencia. La literatura celebra -al revelarla con interés, recelo o humildad- nuestra alteridad. Una de las más grandes virtudes del arte, la más noble, es la de ponernos en contacto íntimo con la otredad, con aquel que no somos nosotros, aquellos que no son los nuestros. Susanita (Sontag, no la de Mafalda) decía: “La literatura nos puede contar cómo es el mundo. La literatura puede ofrecer modelos y legar profundos conocimientos encarnados en el lenguaje, en la narrativa. La literatura puede adiestrar y ejercitar nuestra capacidad para llorar a los que no somos nosotros o no son los nuestros”.
Pasajeros entre palabras fugaces:/ Carguen con sus nombres y váyanse,/ Quiten sus horas de nuestro tiempo y váyanse,/ Tomen lo que quieran del azul del mar/ Y de la arena del recuerdo,/ Tomen todas las fotos que quieran para saber/ Lo que nunca sabrán:/ Cómo las piedras de nuestra tierra/ Construyen el techo del cielo.
Puedo pensar en bien pocos espacios más abrasivos e inapropiados para que surja la poesía que el limbo geopolítico denominado Palestina. Después de la II Guerra Mundial cuando algunos vencedores, porque son ellos quienes escriben la historia, decidieron que el pueblo judío –por los agravios recibidos- debía tener un territorio, Palestina perdió toda soberanía. Imagina que un día, de buenas a primeras, te es notificado que tu casa, por decisión de terceros, albergará una nueva familia. De tal forma que tu permanencia en esa casa ahora estará condicionada y limitada al uso del patio y la cocina. Con el paso de los años, lamentablemente, las brutales e inhumanas políticas del estado de Israel han limitado la supervivencia del pueblo palestino al pequeño rincón de nuestra consciencia humana.
Pasajeros entre palabras fugaces:/ Tienen espadas, nosotros sangre,/ Tienen acero y fuego, nosotros carne,/ Tienen otro tanque, nosotros piedras,/ Tienen gases lacrimógenos, nosotros lluvia,/ Pero el cielo y el aire/ Son los mismos para todos./ Tomen una porción de nuestra sangre y váyanse,/ Entren a la fiesta, cenen y bailen.../ Luego váyanse/ Para que nosotros cuidemos las rosas de los mártires/ Y vivamos como queramos.
Mahmud Darwish, uno de los más grandes poetas que hayan existido en lengua árabe, nació en Galilea. A los seis años fue desplazado, al igual que todo rastro del mundo que hasta entonces conoció, con toda su familia cuando su aldea fue destruida para dar cabida al deseo e intereses del poder anónimo. Inició así un largo peregrinaje ontológico llamado exilio. La no pertenencia forzosa. Es desde el exilio -la dura vida del hombre desarraigado- que Darwish entabla un diálogo poético con el mundo en el que da cuenta de la violencia, la humillación, el asedio, la difamación y la injusticia a la que su pueblo, el pueblo palestino, ha sido sometido por parte de la iniciativa sionista y la indiferencia de Occidente.
Pasajeros entre palabras fugaces:/ Como polvo amargo, pasen por donde quieran, pero/ No entre nosotros cual insectos voladores/ Porque hemos recogido la cosecha de nuestra tierra./ Tenemos trigo que sembramos y regamos con el rocío de nuestros cuerpos/ Y tenemos, aquí, lo que no a ustedes no les gusta:/ Piedras y pudor./ Lleven el pasado, si quieren, al mercado de antigüedades/ Y devuelvan el esqueleto al ave/ En un plato de porcelana./ Tenemos lo que a ustedes no les gusta: el futuro/ Y lo que sembramos en nuestra tierra.
La poesía de Darwish es poderosa. Triangula perfectamente entre la naturaleza rítmica del lenguaje, la plasticidad de las imágenes y el compromiso social con su tierra y su pueblo. Convierte una iniciativa personal, intimísima, en una épica. Los versos de Darwish arden y vibran haciendo eco en nuestra entraña. Un eco que sabe a indignación y llanto, pero también a dignidad y orgullo. Es la poesía de un pueblo sostenido en su lengua y su voluntad. Darwish, pese su airada combatividad, no tiene sus prioridades comprometidas pues sabe que su legado es, ante todo, el de “la tierra de la vacilación de abril, del olor al pan del alba, de la hierba entre las piedras”. Es decir, de una cultura que posee la paciencia y sencilla belleza de las dunas. Sin embargo, no olvida su consigna: “Escribe/ en el comienzo de la primera página/ que no aborrezco a nadie,/ ni a nadie robo nada./ Mas, que si tengo hambre,/ devoraré la carne de quien a mí me robe./ ¡Cuidado, pues!.../ ¡Cuidado con mi hambre,/ y con mi ira!”.
Pasajeros entre palabras fugaces:/ Amontonen sus fantasías en una fosa abandonada y váyanse,/ Devuelvan las manecillas del tiempo a la ley del becerro de oro/ O al horario musical del revólver/ Porque aquí tenemos lo que a ustedes no les gusta. Váyanse./ Y tenemos lo que no les pertenece:/ Una patria y un pueblo desangrándose,/ Un país útil para el olvido y para el recuerdo.
La literatura nos puede adiestrar para llorar a los que no somos nosotros o no son los nuestros, decía. Nos ayuda entender en sus dimensiones complejas y mínimas al otro. Mario Vargas Llosa, Orhan Pamuk, J. M. Coetzee, Herta Müller, Seamus Heaney, José Saramago –Premios Nobel de literatura todos los anteriores, por lo que valga-; Alessandro Baricco, John Le Carré, Phillip Roth, Eduardo Galeano, Juan Gelman, Günter Grass, Ian McEwan, Javier Cercas, David Grossman, Amos Oz (judíos estos dos últimos) son sólo algunos de los escritores e intelectuales que se han pronunciado abiertamente contra las viles y soeces medidas del estado de Israel que, paradójicamente, reproduce los métodos de exterminio de los que su pueblo fue objeto en la Alemania nazi. La poesía de Mahmud Darwish no es sólo una muestra excelsa de las posibilidades líricas del lenguaje, sino uno de los ejemplos de combatividad, dignidad y valor más loables en la historia de la cultura humana. Darwish nos prueba que, más allá del poder milagroso de la palabra, la literatura es un registro de la memoria histórica y un digno ejercicio de lo que de humano hay en nosotros.
Pasajeros entre palabras fugaces:/ Es hora de que se marchen./ Quédense donde quieran, pero no entre nosotros./ Es hora de que se vayan/ A morir donde quieran, pero no entre nosotros/ Porque tenemos trabajo en nuestra tierra/ Y aquí tenemos el pasado,/ La voz inicial de la vida,/ Y tenemos el presente y el futuro,/ Aquí tenemos esta vida y la otra. Váyanse de nuestra tierra,/ De nuestro suelo, de nuestro mar,/ De nuestro trigo, de nuestra sal, de nuestras heridas,/ De todo... váyanse/ De los recuerdos de la memoria./ Pasajeros entre palabras fugaces.