Hoy día se malbaratan términos y calificativos importantes. Todos lo hacemos. Después de escuchar una canción pegajosa en la radio no dudamos en afirmar “es genial” o cuando un par de imágenes o palabras bien editadas, sea en la pantalla o en las líneas de un libro, se nos atraviesan alardeamos, con todas las esdrújulas posibles, haber descubierto “una obra de arte”. Por dios, incluso cuando comemos unos Doritos con salsa y limón en medio de una tarde cualquiera declaramos que “son lo mejor que hemos probado en nuestra vida”. Entiendo que sepamos disfrutar de los detalles que circundan nuestra vida y que la apreciación sensible que de las experiencias estéticas hacemos está invariablemente sujeta al frágil terreno de la subjetividad, pero hay una enorme -y astronómica- diferencia entre llamar “artista” a Justin Bieber sólo porque moja tu entrepierna púber o determinar que un estéril y melodramático libro juvenil es “una obra de arte” sólo porque la travesía del protagonista hace eco de nuestros traumas y deseos. Si bien todos tenemos derecho inalienable de afirmar la estupidez que se nos ocurra, la valoración de las disciplinas artísticas se vuelve engañosa y potencialmente fútil. Dios, amigos y los parroquianos ocasionales que me conocen saben que soy la persona menos políticamente correcta del mundo. Sin embargo, creo que tenemos una responsabilidad implícita al pedalear por los escabrosos senderos de la crítica o el comodísimo terreno de la reseña.
La crítica especializada y los asistentes anónimos no han escatimado elogios al ver “Gravity”, la última película de Alfonso Cuarón. De mi parte puedo decir –contrariando y no a la crítica generalizada- que se trata de una de las experiencias audiovisuales más impactantes que podemos contemplar en el ámbito cinematográfico. Lejos de bocados visuales frívolos como “Avatar” donde el argumento fue una excusa para el lucimiento de técnicas visuales computarizadas, el relato de Cuarón, a pesar de alcanzar un preciosismo visual sobrecogedor, se sostiene en el preciso y contundente desarrollo argumental de la historia. Se trata de una anécdota simple que, con buen pulso y un soberbio conocimiento del oficio fílmico, logra asombrarnos al tiempo que nos horroriza.
Asombro y horror es, me parece, el saldo emocional después de experimentar “Gravity”. El asombro, cortesía del virtuosismo del equipo cinematográfico, que nos arroba desde el primer plano secuencia hasta los oportunísimas cambios de perspectiva en primera persona logrando así un discurso visual dinámico, trepidante y estratégico. El horror que experimentamos -de mano de la protagonista- al contemplar la insuficiencia y la fragilidad de la vida en el espacio indeterminado, la constatación de que las posibilidades que ofrece el universo, el vasto lienzo estelar, son tan amplias y enigmáticas como las que existen al interior del alma humana.
Mención aparte merece el atinadísimo casting de la producción. Si bien la película no escatima en su portentoso discurso visual, ni adolece de tiempos muertos en la narración, es la actuación, en su preciso matiz e intensidad, la que sostiene el relato durante los casi noventa minutos de duración. Son actuaciones oportunas, bien cronometradas y contenidas para poder así dar cauce eficiente al discurso narrativo. La música, incluso en su ausencia, ajusta perfectamente al relato.
Es cierto. Cuando nos entusiasmamos perdemos la vertical y corremos el riesgo de falsear juicios. Es como enamoramos. Cuando una chica nos gusta obviamos su compulsión por hablar todo el tiempo o la obscena forma en la que mastica sólo porque luce los escotes condenadamente bien. No es el caso de “Gravity”. Entusiasmos y proyecciones aparte esta película es una obra de arte. En su técnica, en su realización. Es un despliegue apoteósico de recursos narrativos enfundados en un conmovedor relato sobre la inmensidad y el espacio interior. Las grandes palabras, que cuando se ameritan se agradecen, deben reservarse para portentos como esta película.